Por Domingo Poblete1, Raimundo Moreno2, Cecilia Rosales3 y José Pedro Silva4.

El anteproyecto de nueva Constitución elaborado por la Comisión Experta mantiene la acción de protección como el principal instrumento para garantizar los derechos fundamentales de las personas frente a actos u omisiones, ilegales o arbitrarios, que puedan afectarlos. Asimismo, conserva su conocimiento en primera instancia en las Cortes de Apelaciones, con posibilidad de apelación ante la Corte Suprema.

Sin perjuicio de lo anterior, la propuesta también plantea algunas innovaciones relevantes. Una de ellas es la ampliación del catálogo de derechos protegidos, abarcándolos en su totalidad, aunque respecto de los derechos sociales (salud, vivienda, agua, seguridad social y educación) se propone una restricción consistente en que solo podrán reclamarse prestaciones “legales”, esto es, que hayan sido previamente reguladas por ley. Esta especificación persigue que sea el legislador, y no el juez resolviendo un caso particular, quien diseñe y defina las prestaciones que materializan estos derechos.

En cuanto a esta limitación, conviene revisar con detención la enmienda 299/2, la que propone exigir para la procedencia de la acción no solo el desarrollo legal del respectivo derecho social, sino también que la prestación esté “reglamentada administrativamente”. Ello significa, en la práctica, supeditar el amparo jurisdiccional del derecho a la previa emisión de los reglamentos y restante regulación secundaria por parte de la Administración. Si bien puede entenderse el propósito de introducir esta limitación adicional -consistente en reforzar la exclusión judicial del diseño del régimen de prestaciones-, resulta cuestionable en cuanto a su justificación y posibles efectos.

Por una parte, la enmienda propuesta parece asimilar la regulación legal (producto del debate democrático y pluralista propio del Congreso Nacional) a la administrativa (de carácter esencialmente unilateral) en cuanto a su vinculación al juez. No se trata aquí de menospreciar el valor del reglamento, fuente esencial de desarrollo y detalle del mandato general y abstracto del legislador, sino que de asignarle su debida posición en el sistema de fuentes. En concreto, mientras el juez debe someterse a la ley y asegurar su cumplimiento, la norma administrativa solo le vincula en cuanto esta se sujete estrictamente a la ley, compatibilidad que puede ser controlada por el juez. Lo anterior se explica por el diverso origen de estas normas y el diferente estándar democrático que ellas representan. De esta forma, la enmienda podría entenderse como una equiparación de efectos de la fuente legal y administrativa, pues ambas conformarían la estructura de la prestación con la misma fuerza imperativa, impidiendo así al juez resolver una eventual discordancia entre la regulación legal y administrativa.

Por otra parte, la enmienda propuesta podría imposibilitar del todo el amparo de estos derechos, aún después de su definición legal, mientras no se dicten las normas administrativas. ¿Y si la Administración retarda su dictación, aún más allá de los plazos fijados por la ley? En este caso, se impediría a la Corte intervenir, e incluso a instar por su pronta emisión, puesto que no le quedaría más remedio que declarar inadmisible la acción interpuesta. Adicionalmente, resulta conceptualmente forzado condicionar la protección constitucional a la reglamentación administrativa, puesto que ciertas prestaciones definidas por el legislador podrían no requerir la dictación de tal normativa.

En suma, los efectos de la enmienda propuesta representan un peligro para la eficaz protección de los derechos sociales que no parece justificarse frente a la restricción actualmente vigente en el anteproyecto, consistente en la determinación legal de las prestaciones. Junto con ello, la regulación propuesta supone reducir el control judicial de los actos de la Administración y validar la injustificable omisión del Ejecutivo en el cumplimiento de su misión de dar ejecución a las leyes, con el consecuente deterioro para la vigencia del Estado de Derecho.

Publicado en La Tercera, 28 de agosto de 2023.

Domingo Poblete. Profesor de Derecho Administrativo UC.

Raimundo Moreno. Profesor de Derecho Procesal UC.

Cecilia Rosales. Profesora de Derecho Constitucional UC.

José Pedro Silva. Profesor de Derecho Procesal UC. Director del Programa Reformas a la Justicia.

Por Nicolás Frías O.1 y Cristián Villalonga T.2

La estructura de gobierno judicial desconcentrado funcionalmente, propuesta por la Comisión de Expertos, ha despertado algunas críticas provenientes del mundo académico y la profesión jurídica. Éstas alegan que no existen razones para dividir las tareas de gobierno judicial (nombramiento, disciplina, formación y gestión de recursos) y que no habrían experiencias comparadas a este respecto. Pareciera ser que aquellas críticas invitan a mantener el sistema actual o establecer un consejo de la magistratura. Conviene, entonces, preguntarse sobre la conveniencia de un gobierno judicial como el propuesto por la Comisión de Expertos.

Existen dos buenas razones para afirmar que un gobierno judicial desconcentrado funcionalmente en distintos órganos resulta conveniente para Chile. Básicamente, aquella estructura disminuye el riesgo de captura de grupos políticos y gremiales y, asimismo, permite el desarrollo de una capacidad institucional para hacerse cargo de tareas crecientemente sofisticadas.

En primer lugar, actualmente existen incentivos que despiertan el interés por la captura del gobierno judicial. Toda la literatura indica que la judicialización de la actividad política, como ha ocurrido hace al menos una década en nuestro país, constituye un estímulo para que los partidos políticos ejerzan mayor control. Del mismo modo, existe una mayor presión desde la misma esfera judicial. En la medida que ha aumentado el número de magistrados de primera instancia, el proceso de ascensos y nombramientos es cada vez más incierto. Considerando la falta de métodos apropiados para evaluar su desempeño, existe el aliciente para que algunos jueces recurran a presiones gremiales para tratar de incidir en aquellas decisiones.

En segundo lugar, desde la academia y el gremio judicial se ha señalado durante años que la Corte Suprema no posee la capacidad para realizar estas tareas. Dichas críticas no solo se refieren a que sus decisiones afectan la independencia judicial a nivel interno. Se han identificado algunos déficits como la falta de un sistema de evaluación robusto o cierta opacidad en el proceso de nombramientos, los que ciertamente se vinculan a una estructura de gobierno judicial inadecuada. Por lo demás, ha sido la misma Corte Suprema la que, en dos procesos constitucionales consecutivos, ha solicitado dejar las tareas de gobierno judicial.

Un modelo desconcentrado dificulta la captura de estas funciones, pues posee diversos canales para su integración. Igualmente, al desconcentrar el poder, disminuye el interés para que grupos políticos o gremiales lo coopten. Del mismo modo, el modelo propuesto permitiría el desarrollo de capacidades institucionales que requieren miradas y metodologías específicas para tratar tareas tan distintas como el nombramiento judicial o la gestión de recursos financieros.

Existen múltiples estructuras para abordar el gobierno judicial más allá de los tradicionales consejos, la dependencia de un alto tribunal o la simple designación del ejecutivo (Castillo-Ortiz, 2023). Ellos han mostrado distintos desempeños. A modo de ilustración, la evidencia empírica indica que los consejos de la magistratura con gobierno judicial concentrado no necesariamente contribuyen a mayor independencia y son recurrentemente objeto de captura y conflicto político (Garoupa y Ginsburg, 2015). Por estos motivos, parte de la literatura recomienda desconcentrar estas labores (Kosar 2018). Sin ser exactamente el modelo propuesto, es el camino que han tomado, por ejemplo, Dinamarca y Escocia, que han separado algunas tareas en distintos órganos.

La propuesta de gobierno judicial propuesta por la Comisión de Expertos es un buen proyecto que requiere algunas definiciones puntuales y matices. Es necesario afinar elementos como las facultades del sistema de coordinación, la autonomía de cada uno de estos órganos, y su distinto nivel de organización burocrática (el que no necesariamente debe ser equivalente para todos ellos). También se precisa repensar algunos asuntos que podrían ser delegados al legislador. Existe un debate pendiente al respecto. Sin embargo, nada indica que debamos desechar la propuesta de plano, sino más bien colaborar en su perfilamiento para que aparezca según su mejor luz.

Publicado en El Mercurio, 08 de agosto de 2023.

 

1 Nicolás Frías O. Abogado PUC, LLM UCLA. Profesor de Derecho Procesal UC. Director del Departamento de Derecho Procesal UC y Subdirector del Programa Reformas a la Justicia UC.

Cristián Villalonga T. Abogado PUC, LLM y PhD por la Universidad de California, Berkeley. Secretario Académico de la Facultad de Derecho UC y profesor asistente de la misma casa de estudios.

 

Señor Director, 

Los abajo firmantes, profesores y profesoras del Departamento de Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, queremos manifestar nuestra preocupación respecto de ciertos contenidos vinculados a la judicatura de la propuesta de nueva Constitución, por cuanto afectan negativamente y en distintas dimensiones la independencia de los tribunales y la garantía del debido proceso de todas las personas.

En primer término, no encontramos justificación alguna a la desaparición del Poder Judicial como tal y su sustitución por el denominado Sistema Nacional de Justicia. En la dogmática y práctica constitucional comparada de más de tres siglos —y en Chile desde su independencia—, se le ha considerado como parte esencial de la tríada de poderes independientes que configuran la estructura básica de un Estado de Derecho, ejerciendo funciones complementarias y de control recíproco a un mismo nivel jerárquico. Su reducción a una cuestión funcional constituye una degradación jurídica que no responde a ningún sustento empírico, jurídico ni político.

En segundo lugar, nos parece que las amplias atribuciones del Consejo de la Justicia —elige desde los integrantes de la Corte Suprema hasta el último juez vecinal y a todos los integrantes de la justicia electoral—, así como su composición, amenazan la independencia de los tribunales y por consiguiente la garantía de imparcialidad de las decisiones judiciales. Hay evidencia contundente a nivel comparado de que estos órganos han resultado cooptados políticamente, desnaturalizando la función jurisdiccional. Además, al introducir las lógicas electorales al interior del Poder Judicial —que implicarán promesas de campaña, afiliaciones corporativas y subyacentes posiciones políticas—, se hará frecuente que los justiciables se pregunten por la facción o lista que apoyó a un determinado juez para anticipar posibles sesgos resolutivos, afectando la legitimidad de la función judicial.

En tercer lugar, la regulación prevista respecto del pluralismo jurídico deja flancos abiertos, ante la ausencia de contornos claros y el real alcance de la justicia indígena. La propuesta no sigue las recomendaciones de limitar materias, personas o territorios sujetos a la jurisdicción indígena, tampoco regula su voluntariedad, temas que fueron planteados por el informe de la Comisión de Venecia para hacer viable y compatible el pluralismo jurídico con el Estado de Derecho.

Como cuarto punto, nos parece que afecta negativamente a la tutela de los derechos fundamentales de las personas la eliminación del recurso de protección y su reemplazo por una acción judicial que, dentro de otros yerros, entrega facultades al juez de primera instancia para no dar lugar a su tramitación —cuyo procedimiento es más extenso que el actual— si estima que existe otra vía judicial disponible y no se sigue un daño inminente o irreparable.

Si bien hay aspectos positivos, como el principio de justicia abierta, la autonomía financiera o el rol de los sistemas autocompositivos de resolución de conflictos, nos parece un texto que configura una amenaza real a principios básicos del funcionamiento de una justicia independiente e imparcial, y que afectará además la igualdad ante la ley, la seguridad jurídica y con ello la vigencia del Estado de Derecho y la tutela eficaz de las garantías básicas del debido proceso.

Firman esta carta 29 profesores del Departamento de Derecho Procesal UC:

1. Nicolás Frías
2. María Elena Santibáñez
3. José Pedro Silva
4. Nicolás Luco
5. Pedro Hernán Águila
6. José Miguel Barahona
7. Felipe Bertin
8. Francisco Blavi
9. Cristóbal Bonacic
10. Rodrigo Bordachar
11. Juan Agustín Castellón
12. Javiera Gutiérrez
13. José Domingo Ilharreborde
14. Macarena Letelier
15. Raimundo Moreno
16. Ignacio Naudon
17. Gerardo Ovalle
18. Macarena Oyarzún
19. Diego Ramos
20. Pedro Rencoret
21. Ignacio Ried
22. Manuel Rodríguez
23. Paulo Román
24. Cristián Saieh
25. Mariana Valenzuela
26. Jorge Vial
27. Gonzalo Vial
28. José Pedro Villablanca
29. Simón Zañartu

Publicado en: El Mercurio, Cartas al director, miércoles 27 de julio

Por Nicolás Frías O.1 y Sebastián Soto V.2

A veces la discusión constitucional desatiende el impacto de sencillas reglas que pueden generar cambios profundos. Es lo que ha pasado con dos normas constitucionales que, si son aprobadas por la Convención, modificarán sustancialmente la cultura institucional del Congreso Nacional y del Poder Judicial. 

Respecto del Congreso, el cambio es el retorno al dominio mínimo legal. La Constitución vigente, al menos en teoría, establece un listado relativamente taxativo de materias de ley fuera de las cuales opera la potestad reglamentaria autónoma en manos del Presidente. En la realidad, las cosas son algo distintas y las materias de ley tienen un solo límite real: que el proyecto que se discute sea una norma general y no una norma particular. 

Esto, que puede parecer muy técnico, tiene un efecto práctico relevante. Con la Constitución vigente ya casi no existen las leyes "particulares" o "con nombre y apellido". Antes la gran mayoría de las leyes eran disposiciones particulares que generaban un vínculo clientelar entre el parlamentario y su electorado. De hecho, bajo el imperio de la Constitución del 25, solo el 8,5% de las leyes fueron normas generales (Tagle, 1977). Las demás fueron leyes "clientelares", que nacieron de la presión que los electores hacían sobre sus parlamentarios para que estos aprobaran por ley permisos, asignaciones, asensos, endeudamientos municipales, etcétera. Esta mala práctica llegó a su fin con el dominio máximo legal y con la norma que exige que toda ley sea una norma general que estatuya las bases de un ordenamiento jurídico. 

Hoy, fruto de esta regla, la cultura parlamentaria es distinta y las relaciones clientelares son más tenues. Los congresistas siguen siendo mediadores, pero ahora no son ellos los que toman directamente la decisión administrativa por medio de leyes particulares, sino que deben persuadir a la administración integrada por una burocracia que ponderará no solo los intereses del distrito. ¿Estamos conscientes del cambio en la cultura parlamentaria que implica modificar esta regla? ¿Saben los convencionales que la nueva disposición resucitará las leyes "con nombre y apellido"?

Una segunda regla igualmente importante, pero ahora con impacto en la cultura judicial, también ha sido escasamente discutida. El ya aprobado Consejo Judicial eligirá a los jueces y a los funcionarios judiciales que lo integran a través de la elección de sus pares. Esto introduce una lógica hasta hoy completamente ajena: períodos de elecciones judiciales. Grupos de jueces que se organizarán corporativamente en torno a identidades u objetivos específicos, buscarán y promoverán distintas candidaturas dentro de sus pares, realizarán -como en todo período electoral- "promesas de campaña", ganando y perdiendo elecciones. En definitiva, compitiendo por el poder. 

La evidencia da cuenta de cómo dichos grupos o facciones de jueces, más temprano que tarde, comienzan a crear o fortalecer lazos con partidos políticos tradicionales o derechamente a ser absorbidos por estos (Brinks; García y Marcusi-Ungaro; Nieto). Sin ir más lejos, lo que está ocurriendo hoy en Argentina es un claro ejemplo de ello. Así no solo se genera un espacio propicio para el despliegue del clientelismo y el tráfico de favores. Tan dañino como esto es que el mecanismo afecta la apariencia de imparcialidad de los jueces. En una labor que clama por fortalecer su legitimidad, se harán comunes preguntas tales como ¿a qué lista apoyó este juez? ¿Cuál es su facción? No debe olvidarse que la mayoría de los países en los que son incorporados los consejos luego empeoran su desempeño en el Índice de Estado de Derecho e igualmente decae la percepción de los mismos operadores judiciales sobre la independencia judicial (CEJA). En nada contribuye a evitar esa tendencia la electorización judicial. 

¿Ha medido la Convención cuánto afectará esta regla a la cultura judicial? ¿No será un daño al Poder Judicial y a los ciudadanos promover la creación de agrupaciones de jueces según afinidades políticas?

Estos riesgos pueden acotarse. La Convención podría incluso restablecer el dominio mínimo legal, pero requiere complementarlo con una norma que exija que toda ley debe ser general. E igualmente, debiera establecer que sea la Corte Suprema la que escoja a los jueces y profesionales judiciales que integrarán el Cosejo Judicial. Las respectivas culturas institucionales forjadas por tanto tiempo lo exigen. 

 

Publicado en El Mercurio, 27 de abril 2022

1 Abogado PUC, LLM UCLA. Profesor de Derecho Procesal UC, Director del Departamento de Derecho Procesal UC y Subdirector del Programa Reformas a la Justicia UC.

2 Abogado PUC, LLM U.Columbia, PhD en Derecho U.Chile. Profesor de Derecho Constitucional UC, Director del Departamento de Derecho Público UC. 

Señor Director: 

La comisión de Sistemas de Justicia de la Convención ha aprobado esta semana sus primeros artículos que reemplazarían al actual Capítulo VI de la Constitución, sobre el Poder Judicial. Más allá de diversas deficiencias de carácter general, quisiéramos advertir lo que nos parece son dos graves errores contenidos en la norma sobre "pluralismo jurídico" (artículo 2).

El primer error consiste en que establece una coexistencia "en plano de igualdad" entre el "Sistema Nacional de Justicia" con los "Sistemas Jurídicos Indígenas", estableciendo una dualidad jurisdiccional en que ninguno podría ejercer control del otro. Con aquellas jurisdicciones paralelas, el Estado no va a poder garantizar la debida igualdad ante la ley. Asimismo, aquel diseño impediría superar los conflictos de competencia entre ambos sistemas que deben ser resueltos y la necesidad de la doble instancia que permita revisar las decisiones. En Colombia, Ecuador y Bolivia, por ejemplo, los sistemas de justicia indígena están sujetos a la justicia constitucional y existe abundante literatura histórica que ha evidenciado ampliamenete cómo los miembros de los pueblos originarios han concurrido a los tribunales ordinarios para enmendar lo resuelto en la jurisdicción indígena. ¿Por qué privarles ese derecho?

El segundo problema consiste en la aplicación del concepto de "interpretación intercultural de los derechos humanos". ¿Significa lo anterior que los fallos o resoluciones de un sistema indígena que vulnere garantías mínimas del debido proceso o estándares universales de derechos fundamentales no podrán ser luego controlados por instancia alguna?

Una solución posible sería establecer, previo análisis en particular de los sistemas jurídicos indígenas que se implementarían, una jurisdicción con competencia limitada y específica, dentro del Poder Judicial y que tenga como bordes irrenunciables las garantías mínimas y comunes de los derechos humanos. 

Nicolás Frías O.

Cristián Villalonga T.

Profesores Derecho UC

Publicado en: El Mercurio, miércoles 9 de febrero de 2022. Cartas al Director