Por Hernán Larraín F.
Columna publicada por La Tercera, el 24 de julio de 2024
La propuesta del gobierno de edificar una cárcel de alta seguridad obliga a revisar el tema. Las respuestas tradicionales no resultan eficaces ante el actual escenario que vivimos. El cambio de la delincuencia en Chile en su modus operandi, ahora como crimen organizado, la penetración del narcotráfico, el incremento de los delitos violentos, la corrupción generalizada, la falta de medios adecuados para enfrentar esta nueva realidad criminógena, entre otros factores, obliga a nuevas medidas. Entre ellas, una nueva política carcelaria.
Es correcto, pues, avanzar hacia cárceles de este tipo, pero es indispensable que lo que hoy existe en este ámbito funcione. Durante la segunda administración del Presidente Piñera, se estableció un plan integral para disponer de un número significativo de celdas de alta seguridad que pudiera aislar y controlar a los jefes de las bandas organizadas y a los delincuentes de alta peligrosidad. Se construyeron o repararon 1.325 plazas en todo el país, 102 en Valparaíso, 300 en Santiago (que, por demoras en la construcción se terminaron y habilitaron en la actual administración). Sin embargo, en algunos casos como el de Santiago (REPAS) no se ocupa toda su capacidad y, en semanas recientes, esa población penal se insubordinó causando daños graves a gendarmes y a la infraestructura, evidenciando fallas de implementación y de manejo de recintos de alta seguridad, algo que se debe tener presente al crear presidios ad hoc.
Por cierto, en una coyuntura que exige contar con este tipo de cárceles, la mirada parroquial y populista de autoridades que se niegan a que tales recintos se instalen en su comuna (Irací Hassler en Santiago) resulta inexplicable. Más aún, cuando el proyecto anunciado por el gobierno en la capital consiste en la ampliación de un complejo penitenciario existente, lo que reduce fuertemente las externalidades negativas de esta iniciativa (que, es cierto, se recomienda instalar fuera de los centros urbanos).
Este episodio nos debería centrar en el debate de fondo: concordar una política de Estado en el campo penitenciario que aborde, en el ámbito de la custodia, el inhumano hacinamiento, el régimen de orden y disciplina interna y la formación pertinente de gendarmes (profesional y ética); una infraestructura física adecuada con equipamiento y tecnología eficaz; un régimen carcelario segregado (eso explica la creación de cárceles de alta seguridad cuando el problema es mayor); y sistemas de inteligencia que anticipen conflictos y la perpetración de delitos dentro y fuera de los penales.
En lo que concierne a la reinserción social, la otra sagrada misión, se debe asumir por todos los medios, con el aporte del sector privado y de profesionales competentes. No solo porque toda persona que ha caído merece una segunda oportunidad, sino por una razón práctica: la reincidencia se acerca al 50% de los que egresan del sistema. Si eso se redujera a la mitad, en pocos años saldrían de la calle miles de delincuentes. ¡Reinserción es seguridad pública!
La cárcel y el cumplimiento cabal de las penas debe formar parte de la cadena de seguridad del país, pero se gastan chauchas en ella y billones en prevención y persecución penal. Hay que revisar las prioridades, valorar a Gendarmería e integrarla al trabajo policial (¿una policía penitenciaria que forme parte del nuevo Ministerio de Seguridad Pública?).