Profesor Nicolás Frías: ¿En qué está la justicia civil?

A finales de marzo pasado la Dirección de Estudios de la Corte Suprema publicó un interesante estudio denominado “Análisis descriptivo del comportamiento de las causas civiles”, que contiene una caracterización de los ingresos y términos de las causas civiles que conocen los tribunales del país. Así, en el año 2018 ingresaron 2.208.594 causas civiles de un total de 3.892.454, número considerablemente superior a los ingresos existentes en materia penal (607.620), familia (578.727), laboral (81.969) y cobranza laboral (415.544). De esta manera, en el 2018 el total de ingresos civiles correspondió al 57% del ingreso nacional, subiendo notoriamente respecto del año 2017, en el que representó 52% del total.

Luego, el informe describe en qué consisten esas más de dos millones de causas que llegan a los tribunales civiles, indicando que se tratan, en cerca de un 90% de los casos, de procedimientos ejecutivos (486.841) y de gestiones preparativas a la vía ejecutiva (632.278). Es decir, de cobranzas en que normalmente ya existe un título indubitado para el cobro (ej. un pagaré o una sentencia judicial de condena) o alguno que se debe perfeccionar, sin existir hechos jurídicos controvertidos respecto de los cuales un juez se deba pronunciar. Otro asunto interesante del estudio es la descripción del tipo de término de las causas ejecutivas: solo el 14% termina efectivamente con el pago del crédito —y después de más de 300 días de tramitación, según especifica el informe— y únicamente el 2,9% con avenimiento o acuerdo entre deudor y acreedor. El tipo de término mayoritario es “no presenta demanda”, en 58% de los casos.

En materia de gestiones preparatorias a la vía ejecutiva, el índice es considerablemente peor: 94% de los ingresos termina por “no presenta demanda” y únicamente el 0,4% en pago. A lo anterior cabe agregar que en materia de procedimiento ordinario el desempeño es idéntico: únicamente el 7,8% termina en sentencia y el 4% en conciliación y avenimiento, siendo, nuevamente, el tipo de término mayoritario “no presenta demanda” (datos estudio Modelo Orgánico para la Nueva Justicia, PUC).

Con todo, dicho comportamiento no es homogéneo para todas las materias. Por ejemplo, en asuntos de familia el 37% de los ingresos judiciales termina con sentencia, el 34% culmina en un acuerdo de mediación y un 8% en conciliación o avenimiento entre las partes. El desempeño en materia laboral es similar: 40% de los ingresos terminan en pago o sentencia y el 18% en conciliación. De esta manera, los tribunales de familia y laborales están generando —como principal actividad— sentencias definitivas y acuerdos entre las partes, objetivo que todos los ciudadanos buscamos al acercarnos a los tribunales de justicia: que resuelvan un conflicto. En cambio, según lo argumentado, los juzgados civiles están “produciendo” menos sentencias y menos acuerdos que los otros tribunales analizados, no solo en términos proporcionales a sus ingresos, sino también en términos absolutos. Lo expuesto no puede ser atribuido a los funcionarios y jueces que se desempeñan en dichos tribunales, sino al diseño del sistema de justicia civil.

Nuestro actual Código de Procedimiento Civil entró en vigencia en el año 1903, producto de un trabajo mancomunado de destacados juristas de la época, desde el propio Andrés Bello, que recibió el primer encargo en 1852, y pasando por Florentino González, José Bernardo Lira y Manuel Egidio Ballesteros, entre varios otros. Pues bien, no obstante la utilidad que tuvo en su época, es indesmentible que el texto estaba diseñado para un país que era radicalmente distinto al actual. En esa época, la población nacional era cercana a los 3 millones de habitantes, con una tasa de alfabetización inferior al 40% y con una esperanza de vida al nacer de 26 años. Además, respondía a un tráfico jurídico bastante más simple que el actual, no existía el acceso masivo al crédito que empezó a crecer exponencialmente a contar de mediados de los 90 ni menos era posible prever el auge y desarrollo constante y vertiginoso de las tecnologías y su incidencia en la comunicación, gestación y cumplimiento de los contratos.

Así, en un escenario de desconfianza por parte de los chilenos respecto de sus instituciones —de las que lamentablemente no escapa el Poder Judicial (Encuesta Nacional Bicentenario 2017)— es un verdadero imperativo republicano materializar cuanto antes la Reforma Procesal Civil propuesta e impulsada con ahínco tanto por el Gobierno como por el Poder Judicial, junto con simplificar y modernizar los procedimientos y actualizar los principios formativos de los mismos, según lo han hecho todos los países de la región desde hace varios años —y por cierto los de la OCDE—.

La reforma plantea acercar la justicia a las personas mediante la expansión de su cobertura, la incorporación de la mediación previa en materia civil y a través de un sistema simplificado de procedimiento para pequeñas cuantías. Además, despeja al juez de las labores administrativas o de gestión de los tribunales, especialmente de aquellas asociadas a la ejecución, e incorpora un sistema de subastas electrónicas públicas, que al mejorar el porcentaje de recupero beneficiará tanto a deudor como acreedor. Es decir, se trata a todas luces de un cambio trascendente y realmente urgente, de impacto cotidiano en la población y que no puede seguir siendo postergado.

El Mercurio Legal